Volver a vernos

06.04.2020

Por Elsa Nidia Mauricio Balbuena



No voy a decir que la pandemia nos ha cambiado a todos, o que ha dejado a la vista nuestra falta de humanidad o la parte más bondadosa de nuestra naturaleza, pero sí que la brecha de desigualdad se abrió bajo nuestros pies y encima de nuestras cabezas. Una vez más los hilos de la economía y la política agitaron los ganchos con que nos tienen prendidos; en ese sacudimiento, han caído bastantes. Esta crisis va más allá de lo sanitario, y agrietará las bases a las que nos aferramos como sociedad. Por desgracia, para muchos, nuestras vidas se reducen a un número. Somos, en esencia, cifras. Ya había pasado antes, pero ante la abrumadora realidad que no ha terminado de asentarse -porque no sabemos qué tan embarrados vamos a salir de esto-, nuestra rutina, en el ámbito de lo personal o familiar, también se ha visto modificada. La cuarentena nos ha tomado a muchos de la barbilla y nos ha forzado a voltear de nuevo a la cotidianidad del hogar, en la que a veces apenas logramos habitar como sombras.

En mi trabajo, se nos dijo que estas semanas corresponden a nuestras vacaciones de semana santa y, además, a las de julio. Por eso he decidido apropiarme de este tiempo. Cuando el pánico termine y la pandemia ceda, volveré a trabajar sin descanso, porque los pendientes seguirán ahí, impasibles como rocas amontonadas en el camino. Mientras tanto, oficialmente, este tiempo es mío, aunque siga luchando con ese sentimiento que envuelve a la persona subyugada al capitalismo, esa que, si no exprime incluso el último minuto de su día, se ve acosada, hasta en las pesadillas, por el fantasma de la improductividad.

Vine al pueblo porque no tenía sentido quedarme en la ciudad, así apagada como está ahora. Si iba a estar confinada durante semanas, lo mejor sería estar cerca de mis padres y mi hermana. Nunca hemos sido una familia callada, pero el tiempo íntimo había sido sacrificado en los últimos años, a costa del trabajo. La cuarentena ha sido, en cierto sentido, como el verdugo que anuncia tu inminente ejecución y solicita las palabras previas al momento final. Si bien, en nuestro caso no es la última vez que abriremos la boca, para algunos esto ha significado una especie de respiro, el preludio a la continuidad de la condena, antes de entregar, otra vez y por completo, el tiempo de la vida al tiempo del trabajo. Pero, por lo menos hoy, mis padres y yo nos miramos más, y las miradas, ahora sí, llegan al fondo.

Mi hermana también me mira. Las dos reímos, y yo, de repente, tengo también cinco años, como ella. Me ha confesado que quiere ser como yo. Organiza su día de forma que compartamos todo. Ha distribuido el poco espacio libre de mi recámara para apilar por ahí sus libros de cuentos y, sobre ellos, otros tantos tiliches que viene guardando desde que tiene consciencia de la propiedad. Sus diminutos zapatos están distribuidos, en hilera, cerca de la ventana. También trajo un pizarrón donde hace cuentas, y me pide que le explique las instrucciones de las tareas que debe terminar antes de regresar al Kínder. No me preocupa su tendencia a la imitación porque me ha aclarado que, si bien quiere ser como yo, no quiere ser específicamente yo. Con eso se salva del apuro cuando le digo que si quiere parecerse a mí podría empezar por no hacer berrinche. En estos días hemos tenido tiempo para ser hermanas.

Pienso, también, en mi abuelo, para quien el confinamiento ha supuesto una gran pérdida. Con cien años, ya no sale mucho, pero, por lo menos, cruza la avenida para tomar el sol frente a su casa, para leer y platicar con la gente, y quizá pensar en lo mucho que ha vivido o en lo bueno que sería inclinar un poco el rostro y ver a mi abuela sentada a su lado. Por precaución, han cesado las visitas de sus hijos. Aunque una tía vive también en esa casa, a él la cuarentena sí le arrebató la poca libertad de la que aún gozaba. Si la vida misma fue reduciendo, poco a poco, sus espacios habitables, la pandemia cerró los caminos que teníamos los otros para alcanzarlo en el confinamiento al que, paulatinamente y debido a la pérdida de movilidad en su cuerpo, estaba siendo condenado. Ahora solo le quedan sus libros. Espero que su mente fresca se mantenga así hasta que termine todo. Entonces iré a visitarlo para reconstruir, entre los dos, esta historia. Y él la verá desde lejos, triunfante, como cuando habla de los cristeros o de la Segunda Guerra. Tal vez hasta festejemos su cumpleaños 101.

En cuanto a mí, ahora que no puedo salir a caminar, me ha dado por subir y bajar escaleras. También, debo decirlo, me he consentido mucho. Ha sido como volver al vientre de mi madre; entregarme al vaivén de su resguardo y a la cálida melodía de esa voz en la que me siento a salvo. Espero que no se haya hartado de vernos a todos deambular, mañana y noche, por la casa. Puedo decir que la familia sigue cuerda, aunque papá ya intentó tocar en su celular la canción de Martinillo. Me llevó el papel donde había anotado las secuencias numéricas que corresponden a las notas, y yo no pude más que soltarme a reír porque no se trataba de una idea que se le ocurrió a él solo, sino que habían lanzado el reto en el grupo de WhatsApp de sus hermanos.

Anteayer, mi hermana y yo lloramos porque Will Robinson hizo que el robot de Perdidos en el espacio se tirara de un precipicio. Siento que mis emociones están a flor de piel con esto de la cuarentena, porque desde la muerte de "Mamá Coco", no me había lamentado tanto por un personaje. Quizá motivada por las escenas de ciencia ficción, y por las tardes en que especulamos juntas sobre la vida inteligente en otros planetas, mi hermana me ha pedido que meditemos para contactar con los extraterrestres. Aún quedan algunos días antes de retomar el ritmo acostumbrado. Mientras no se normalice todo, hay espacio para la locura. De por sí mi familia nunca se ha acercado ni por poco a lo que se entiende por normalidad. Y menos mal.



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