Turismo muerto

25.06.2020

         Fotografía por Brenda Guardado 


Por Eunice Heras


Javier era un hombre que vendía de todo, su carisma y facilidad para hacer amigos le ayudaban. Había logrado llegar a un contrato de palabra con Pepe, su amigo y también socio.

Pepe le vendía cajas de mango y manzana por mayoreo, eso significa que le salía mucho más barato.

En la playa de Nuevo Vallarta, Javier era conocido como el señor de las mangonadas, esta era una playa pública, por lo que los turistas comenzaban a llegar desde las ocho de la mañana para apartar una palapa. Cuando el sol comenzaba a quemar más de lo normal, las personas se acomodaban bajo estas hermosas sombras paradisiacas, recostadas en camastros o sentadas en sillas de plástico con los pies enterrados en la arena, escuchando el golpeteo de las olas del mar.

A esta hora de la mañana comenzaba el trabajo de Javier, se emocionaba cuando veía mucha gente, porque así, sus mangonadas se terminaban mucho más rápido. Caminaba por la arena, cargando una enorme canasta, preguntando a familia por familia si deseaban una rica mangonada. En ocasiones, le llegaban a pagar con dólares, esta simple acción, provocaba que Javier se sintiera aún más motivado para seguir vendiendo.

Poco antes de la puesta de sol, la playa comenzaba a vaciarse, Javier salía a toda prisa para dirigirse al Malecón, uno de los lugares más bellos de Puerto Vallarta. Abarrotado de heladerías, bares, tiendas de artesanías, restaurantes y por supuesto, también repleto de turistas.

En uno de los extremos del Malecón, había una plazuela con un quiosco al centro, por las noches, la gente se reunía en este lugar para bailar salsa. Alrededor de las parejas, se formaba un tumulto, el cual no dejaba de observar los movimientos exagerados de cadera y las típicas vueltas, mientras la música parecía no tener final.

Justo enfrente de la plazuela, estaba Javier, sosteniendo un enorme y resistente palo de madera con manzanas acarameladas insertadas en este. Podía llegar la madrugada y seguir ahí, hasta terminar con la última manzana.

Se sentía muy agradecido con su hermano y cuñada, ambos muy trabajadores y alegres.

María, su cuñada, limpiaba habitaciones en un hotel, cerca de Punta Mita, aunque todavía era una mujer joven, la rutina en ocasiones le resultaba demasiado ardua. Comenzaba por tender las camas, antes de realizar este primer paso, se percataba de que no hubiera prendas de ropa encima. Era una regla básica para las trabajadoras, si había prendas de vestir u algún otro objeto sobre las camas, estas no se tendían.

Lavaba las tazas de baño, tinas y lavabos. Barría y también trapeaba. Siempre era muy cuidadosa cuando preparaba el agua para trapear, primero jabón de polvo, después algo de líquido aromatizante y al final un chorrito de cloro. Se escucha como si fuera una tarea demasiado fácil e insignificante, sin embargo, no era así.

Si se le iba la mano con el jabón de polvo, quedaba una mezcla muy burbujeante, lo que ocasionaba, que, al frotar el trapeador por el piso, este quedara con rastros de jabón y sin brillo. De igual forma, si no vertía la cantidad suficiente de líquido aromatizante o de cloro, al final de la extenuante trapeada, quedaba un aroma raro, parecido al de un trapo húmedo, sucio y viejo.

Javier quería y respetaba mucho a María, sin embargo, el cariño y empatía que sentía por ella, no se comparaba con el aprecio que sentía hacia su hermano, Rodolfo. Un taxista con un horario muy alocado perteneciente al aeropuerto de Puerto Vallarta.

Gracias a Rodolfo, Javier había decidido dejar Pachuca para irse a trabajar con él. Aunque llevaba poco tiempo de haber dejado su Estado natal, le estaba yendo relativamente bien con la venta de mangonadas y manzanas acarameladas.

Su principal motivación, era juntar el dinero suficiente para abrir junto con su hermano y cuñada una paletería cerca de Sayulita. Sus metas no se limitaban, él pensaba en grande. Desde la primera vez que caminó por el Malecón, se enamoró del lugar, de la vista, de las enormes palmeras, del riquísimo olor a mar, de la constante llegada de turistas. Todo esto lo cautivó tanto, que su siguiente meta era abrir su propia heladería cerca del espléndido Malecón. Siempre con la ayuda de Rodolfo, pues su madre, desde pequeños les enseñó a no dejar de apoyarse.

Desgraciadamente, estos sueños se vieron paralizados. De un día para otro, los turistas dejaron de llegar, Javier, ya no lograba vender ni la cuarta parte de sus mangonadas, tampoco de sus manzanas acarameladas. Al poco tiempo, debido a la pandemia, cerraron las playas, el Malecón y por consiguiente los negocios dejaron de abrir.

A María la despidieron de su trabajo, pues a falta de huéspedes,cerraron temporalmente el hotel donde trabajaba. En el Aeropuerto, había más taxistas que turistas, la oferta superó a la demanda.

Gradualmente, el turismo comenzó a morir. Como Javier, Rodolfo y María, hay miles de historias, dependen del turismo, viven de él. Dos veces a la semana solo desayunan una taza de café para ahorrar comida. Hasta ahora, han logrado sobrevivir de los ahorros, los que iban a ser destinados para el sueño de Sayulita y del Malecón. Juntos esperan el día de regresar a trabajar para empezar de nuevo.

La incógnita de cuándo volverán a llegar los turistas, sigue siendo eso, una triste y amarga incógnita.

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