Tiempos de encierro

29.05.2020

Fotografía de Luz Angela Cardona


Por Heidi Juárez


En estos días que he tenido tiempo para repasar mis pensamientos, sacarlos a la sala, a la cocina, al patio, tenderlos al lado de la ropa, lavarlos junto a los trastes, pensar una y otra vez y entre esto hacer un alto para llamarle la atención a mi hija casi adolescente porque no me pone atención. Han sido días de claras contradicciones. Ahora y con algo de culpa tengo un placer enorme por estar en mi casa, me gusta levantarme sin horario de madrugar y no tener que alistar a la niña para que vaya a la escuela, me gusta hacer el desayuno de manera lenta con la lentitud de la infancia: esa que mira el traste de leche, que se pone a buscar las fresas de la mermelada, que las cuenta y luego cuenta las semillas y así, esa manera tranquila y alegre de encontrarse con la mañana. Me encantan las mañanas pero no me gusta madrugar, soy más bien noctámbula: hija de la noche, pero con la edad y sin un amor para no dormir, soy mejor dicho alguien que espera la noche para recibir el fresco silencio. Pero este gozo por la vida de noche no me lo puedo dar ni siquiera en tiempos de encierro. Yo lo sé de cierto, no lo supongo que un día te entregas a la noche como si fuera día y el día te reclama con justicia el descuido en los horarios de comer, de cambiarte, de que vuelva tu energía que derrochaste por dormir tarde, así que aunque me gusta no quiero hacerlo todos los días porque luego ya no sabe a placer.

Aunque he sido cada vez más solitaria conforme aumento en años, ahora extraño mucho ir a visitar a mis padres, ambos que aún viven, llegar y saludarles de mano y de beso, mirarlos a los ojos de cerquitas y entrar a su casa con los miedos comunes y corrientes que vivíamos ya: que si el dengue ya se le quitó a la niña, que si en mi trabajo atendí algún enfermo de coronavirus, que si supe del homicidio de dos mujeres cerca de la playa, que si me enteré que desapareció otra jovencita cerca por la colonia donde vive mi hermana, de los baleados de ayer, de que mi hermana regresó con su marido, que mi yerno no tiene trabajo, miedos comunes, nunca corrientes, no todos superables, pero miedos conocidos. Aunque ahora no quiero visitarlos por miedo a que yo sea la portadora de alguna enfermedad que a ellos pudiera afectar y a mí no. Claro, hay flojera de conversar una y otra vez de todas las teorías que surgen a partir de una nueva enfermedad, desde si es verdad o es mentira que exista, si estamos siendo un juguete de los otros; cómo saberlo si somos casi marcianas de esas que intentan salvar al mundo desde una trinchera honesta y por lo mismo sacadas del poder.

La última vez que visité a mis padres hablamos del miedo a morir, en realidad yo casi hablé de todo esto, poniendo nombres, señalando cosas, así como siempre me la he vivido: no tiendo a dulcificar casi nada. Pero mis padres que son más sabios que viejos ya no se inquietan tanto con mi manera de sentir y pensar.

Yo no estoy curada de miedos; claro que los tengo aunque cada vez menos, pero sí estoy curada de espanto. Me hubiera gustado decir que un día me llevaran con un chamán de la sierra, que pasé a su casa y tenía un montón de hierbas que olían a infusión suave de té recién hecho, que me puse de pie y bajé la cabeza y pasó por encima de mi cuerpo esas hierbas haciendo una oración en náhuatl, que tomó una vara preciosa, pequeña y limpia con listones de colores, como todos los magos que tienen su varita mágica me liberó del mal de todos los tiempos que es el miedo. Tal vez si pasó, y no me entero hasta ahora que es verdad que logró quitarme un montón de miedos, y sobretodo cada vez soy dueña de menos miedo a morir.

De hecho si pudiera elegir mi manera de morir, ojalá no fuera por este estúpido virus, mira que ese sentimiento de morir por un bicho cuando podía a ver muerto por subirme a un parapente, por haber defendido a alguna de mis pacientes niñas por haberse liberado de su violento padre, o por justiciera al haber descubierto toda a una red de políticos puteros que cayeron al encierro de por vida; ¡pero morir por un bicho! mira que sí suena bastante ridículo.

He tenido sin duda otros miedos que he atendido de distintas maneras, pero a todos los he atendido -los que alcanzo a notar por supuesto- los que niego seguirán estando como sombras a mi alrededor. Mucho me ha ayudado el leer y conversar, el soñar y leer sobre sueños, el llorar y escribir, el volver a leer para consolarme, el encontrarme con los amigos y declararles mis alegrías y angustias, el estar con mi familia comunidad curativa, tal vez no siempre amorosa, pero sí curativa y presente a lo largo del tiempo.

Ahora que llegó otra nueva posibilidad para morir aquí en México -con esta nueva pandemia- pues cada vez se agota la posibilidad de llegar a hacerme mayor. Primero innegable por el riesgo de ser mujer, la otra vez estaba leyendo el perfil de las víctimas que son desaparecidas: delgada, cabello largo, estatura de 1.60, una edad amplia desde 15 hasta 45 años, vivir en el estado de México y ahora ser personal de sanidad. Solo no cumplo un requisito. Más allá del coronavirus aparece una angustia que me impide ser indiferente: el miedo a tener a una persona cercana desaparecida, es un miedo que me conmueve: la historia de una vida que cuenta la otra vida que ya no está. Vivir sin saber qué le pasó, dónde está, regresará, como un arrebato del viento.

Así que a pesar de una nueva posibilidad para morir en este país, -como si faltara una manera de morir- seguro que somos creativos o masoquistas pues aquí estamos, teniendo un montón de motivos para suicidarnos hasta en colectivo pero no, aún preferimos vivir para contarlo. Y si se enferma mi madre y mi padre en sus casas, no los dejaremos solos como en otros países, ni siquiera si la policía nos persigue y nos dispare por salir a la calle en plena pandemia, de que llegamos a hacernos cargo de los abuelos y de que no les dejaremos morir solos es lo más seguro. Porque además, si el papá no estuvo allí cuando mi hija era una niña de 4 años; el abuelo sí estuvo con todo el amor y la energía que tenía.

No todas las culturas se comprenden desde la comunidad, este país es un país comunal pero lo ha olvidado. Hace varias generaciones la crueldad ha crecido y esa crueldad se elige. Los otros países pueden interpretarnos de dependientes, violentos y hasta parasitarios, imposible negar la cruz de la parroquia pero no sé, tal vez después de este encierro queramos retomar la vida en comunidad, esa que es fuerza y generosidad una mayor parte del tiempo.

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