Los guerreros que se abrazan

05.04.2020

Por Irina Iglesias 


Dentro de los veinticinco metros cuadrados en los que habito no hay mucho que hacer; de hecho, creo que casi nada. La cuarentena había comenzado hace poco más de una semana, comprendí a medias lo que los noticieros franceses informaban acerca de lo que ocurriría. Desde el inicio, mi madre me insistió tanto en que saliera lo menos posible que decidí comprar los alimentos necesarios para dos semanas; la realidad es que eso es demasiado fácil, en la casa solo hay otro ser viviente aparte de mí: mi cactus.

Ese día al terminar de hacer las compras agarré otro camino para regresar a casa, uno más largo que el habitual. En mi camino veo ya muchas brasseries cerradas, las que aún estaban trabajando tenían poca afluencia de personas dentro de ellas. En eso distingo una librería abierta, La Petite Lumière; sin dudarlo, decidí entrar para buscar libros o cualquier cosa que me tuviera ocupada la mente. Después de mucho hurgar entre los estantes encontré la sección de Étrangers, que en su mayoría eran mangas y cosas por el estilo. Poco antes de abandonar mi búsqueda me topo con un pequeño libro de origami. La portada era blanca, con una grulla de papel perfectamente diseñada y unas letras rojas indicaban el título. Lo tomé entre mis manos y sin pensarlo más de dos veces me dirigí con él a la caja.

De las primeras actividades que descarté los primeros días fue hacer yoga, así como también los ejercicios para oficinistas que se hacen en una silla; aunque al inicio pensé que sería una buena idea, al poco tiempo me parecieron sencillamente ridículos. Durante varios días centré mi atención en ver alguna serie o programa en la televisión y la ventana que está al lado de la mesa, mi entretenimiento era contar el número de peatones, las veces que la patrulla pasaba o simplemente ver el atardecer. Ocasionalmente hablaba con mi familia, pero terminé por cansarme porque no había nada nuevo que contar; con mis amigos fue la misma historia, solo compartíamos los retos del teletrabajo o los problemas que algunos tenían con sus parejas.

"Las paredes están muy dañadas" me dije cuando terminé de tomar mi café, llevaba un año viviendo aquí justo hoy me doy cuenta de eso. Con desánimo volteo a mi alrededor, extiendo la mano para revisar la pila de libros que fui acumulando; me emociono al encontrar ahí mi nueva adquisición. Limpio la mesa, corto los papeles con las medidas recomendadas et voilà. Las primeras figuras no me quedaron bien, algunas se iban rompiendo conforme las hacía, otras no se quedaban de pie y las que llegaban a sobrevivir tenían una orilla mal doblada, una pata más corta que otra o no aparentaban ser el animal u objeto que estaba creando. La tarde se me fue así.

El día siguiente estuvo poco mejor, tanto que me animé a hacer figuras un poco más complejas; como la del Yakko & Hakama o el Takarabune. Apareció entonces mi último reto: Osumou-san, que básicamente son dos figuras de sumo que están peleando y la atracción es crearlas para que se vuelva un juego entre dos niños. No tuve mucho problema en hacerlas, creo que me fue más difícil hacer el elefante que estas dos. Al terminar, suspiré y tuve mi primer conflicto: ¿con quién iba a usarlas? Mi familia estaba en México, la mayoría de mis amigos viven lejos y el chico con el que estuve saliendo no ha dado señales de vida. De cualquier manera no podía invitar a nadie a pasar el rato, por ello la lucha se volvió entre mis manos, la izquierda contra la derecha.

Me rendí, súbitamente sentí el impulso de mirar más detenidamente al par de sumos; dejé de ver en ellos a dos seres que luchan, que se abalanzan uno sobre el otro para vencer o terminar siendo vencido. Comencé a ver dos cuerpos que se extienden para entregarse y chocar en un abrazo; vi en ellos el deseo, el furor con el que se toca el cuerpo de quien se ama. Sin querer, estaba reflejando en ellos una carencia mía, algo que ni siquiera había pensado que necesitaba. Hacía tiempo que no recibía o daba muestras de afecto, tampoco me molesté en exigir una, porque en realidad nunca me gustaron; pero son las ausencias, la prohibición de verse y tocarse cuando uno realmente aprecia lo que no puede tener.

De un manotazo tiré las figuras; comencé a llorar al sentirme frustrada, pero no podía culparme ni a mí ni a nadie por lo que estaba pasando, esto solo era uno de los tantos infortunios que nos alcanzan y nos recuerdan lo frágiles que somos. Recogí del suelo al par de sumos, a los guerreros que se abrazan y los coloqué en un pedazo vacío del estante. Saqué del bolsillo de mi suéter el paquete de cigarros que había olvidado ahí, me coloqué en mi lugar habitual al lado de la ventana y lo encendí. Con resignación eché la primera descarga de humo fuera, tal vez mañana tenga como pretexto la falta de comida para salir al supermercado.

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