La rutina de la ansiedad

14.04.2020

Dibujo por Natalia Alejandrina Blanco 


Por José Adair Prado Zacarías


Son las siete de la mañana. Estoy listo para salir a otro día de trabajo. Abro la puerta, pienso en las personas que han atravesado la calle en la que vivo, alguno puso su mano sobre la pared, sobre la manija de mi puerta, ese pudo estar contaminado y yo al tocarla estoy contaminado también, evito tocarla, no puedo evitarlo, debo tocar la puerta para cerrarla. Cierro la puerta, tras de mí la seguridad del encierro se vuelve una parte de mi pasado, frente a mí se abre un mundo donde, por estos inimaginables tiempos, todo es peligroso. La gente que apenas pasa ese de ahí podría ser otro contagiado que sin saberlo anda por la vida regalando un poco de muerte para los demás, por eso evito acercarme a cualquiera, siempre he sido una persona antipática, no me agradan los otros humanos, quién pensaría que esa se volvería una de las cuestiones que faciliten mi supervivencia.

Camino sobre la acera para tomar el camión que me llevará al metro. El recorrido se vuelve una constante repetición de lo que son básicamente un único pensamiento "evita a toda costa tocarte la cara, evita a toda costa tocar cualquier cosa, evita a toda costa acercarte a alguien", mientras yo me encuentro en mis pensamientos arrastrándome por la vida, los hay otros que se arrastran con esa gran satisfacción que significa ignorar, o sentirse superior, "esa enfermedad no existe" dicen pero creen en ovnis, que la tierra es plana, que la homosexualidad se contagia, que dios existe. No creen en esta maldita enfermedad, pero creen que sus signos determinan sus pensamientos, que una envidia les causa males por sus malos deseos, un mundo de absurdeces, entonces ¿yo por qué tengo negado estar al borde de la locura? No lo sé. No me importa.

Por fin llega al camión; viene lleno, asombroso que mientras en algunos lugares no existe vida, en Nezahualcóyotl la vida continúa. El chofer viene escuchando la radio. Un radioescucha habla para opinar: "No sé cómo la gente puede ser tan ignorante como para salir de sus casas, para arriesgarse." Unas señoras que venían atentas a su plática, a su vez, atentas a la estación de radio comentan "Ignorante es ese güey que habló, pensando que todos gozamos de ese privilegio que es poder encerrarse". La otra señora responde "La enfermedad la trajeron los ricos y los pobres somos los que nos chingamos". Mientras tanto yo pienso que mi país siempre se ha divido en dos mundos, uno no lo conozco; ese que pide su comida a domicilio, su despensa llega a su hogar sin mover un dedo, que emplea términos como home office. Yo vivo del otro lado. Nosotros no tenemos oportunidad: morir de hambre o de ese maldito virus. Quizá es más fácil pensar que no existe, quizá es más fácil pensar que la pobreza y nuestras condiciones nos hacen más fuertes, pues para no sentirnos agobiados, para poder vivir otro día sin arrojarnos de un tercer piso de la desesperación.

En lo que va de mi camino, he tocado una puerta, voy sosteniéndome del tubo del camión, y a mi lado van otras quince personas pegadas una tan cerca de la otra que es inevitable pensar en el contagio. Entonces sucede: un hombre estornuda, nadie dice "salud". En cambio todos volteamos a verlo, los que están cercanos a él como pueden toman cierta distancia. El silencio reina pero la preocupación se nota en los rostros. Por fin bajo. ¿Estaré contagiado ya? Me acaricio la frente, se siente caliente, pero es que ha hecho mucho calor, pero es que no es normal sentir mi frente caliente ¡Mierda! Me acabo de acariciar la cara, y toqué algunos objetos que seguramente unas quinientas personas ya tocaron, ¿me duele la garganta? No, bueno quizá un poco, puede ser normal, ¿me duele la cabeza? No, pero debo estar al pendiente, al tanto de mi cuerpo por dos semanas. Si caigo de pronto presa de ese COVID-19 seguramente estaré muerto, tengo dos semanas para pensar en qué hacer, mientras los malestares se van presentando.

Llegué al trabajo y mientras atiendo a la gente por mi mente se atraviesan unas ideas por demás atormentadoras, ¿ese de ahí lo tendrá?, ¿y si yo se lo contagio?, ¿no tienes fiebre? Vuelvo a tocar mi cara, no hay calentura, no me duele la garganta pero siento el cuerpo pesado, los ojos me arden, el corazón late fuerte, y sudo, sudo como cerdo, aparte soy preso de una inquietud importante que apenas me posibilita realizar mi trabajo, sin embargo trato de calmarme, me limpio cada que un cliente se va, a profundidad con el gel antibacterial. El jefe ya me dijo que no me lo acabe, que lo uso indiscriminadamente, pues claro, otro maldito burgués que solo se interesa por su maldito dinero.

Por fin, termina la jornada. Pasé el día con relativa tranquilidad, es obvio que los pensamientos me estuvieron persiguiendo, es obvio que seguí monitoreando mis padecimientos, pero lo soporté sin huir del lugar para ir a un hospital.

Al llegar a casa siento un arrebato interno que me mueve hasta el cuerpo, en apenas una milésima de segundo se perturbó todo. Me quedo pensando, me pesa el cuerpo, ¿eso es cuerpo cortado?, me duelen los brazos, me cuesta respirar, mi corazón vibra apresurado, yo trato de controlarlo, sudor frío. Fue en el camión donde me contagié, maldita sea este mundo que nos condena, maldita enfermedad para burgueses. Asesinado por una enfermedad de ricos.

La enfermedad me va poseyendo, no pasaré de este día estoy seguro. Siento la enfermedad asechándome. La mente se me llena de pensamientos, tanta es la afluencia de palabrería que llego a pensar "estoy delirando".

Me duele el cuerpo, me duele el alma, no puedo respirar, siento la muerte que me va arrojando su velo para desvanecerme en la noche. Esta noche será mi último respiro, me voy yendo en conjunto con estos pensamientos de mi muerte abrazando, me voy hasta la inconsciencia, ¿morí?

Son las siete de la mañana, abro los ojos, otra vez el tedio.  

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