Delirios de un chilango en el norte

05.04.2020

Por Alejandro Flores Maya


Un tema recurrente en todas y cada una de las ramas artísticas, desde la literatura hasta la cinematografía, es el de explorar cuáles son los efectos de la soledad en una persona. En ese sentido, un punto compartido entre todas esas historias es que resaltan la necesidad, hasta biológica, de la interacción social para el ser humano.

Estos relatos retratan a la soledad como un viaje cuyo destino certero es la locura, la depresión, la pérdida del sentido propio y, de manera última, la vida. Es una travesía oscura, tortuosa, enfrenta al individuo a la introspección más profunda y al abismo más negro; le entierra en el agujero más recóndito del planeta y le priva de cualquier consuelo.

Esta situación lleva a preguntarse inevitablemente ¿qué está oculto en la soledad?, ¿cuáles son los monstruos, escondidos tras el velo del aislamiento, capaces de doblegar a los guerreros más valientes y audaces?, ¿cuáles las visiones y las voces que llevan al genio más racional, al devoto con temple de acero, a la esquizofrenia más irreversible?

El miedo a la soledad llega a un extremo tal, que las personas atrapadas en esa situación terminan por construir su propia compañía, cuya forma puede variar: es el Wilson de Tom Hanks en Náufrago o la mascota de Will Smith en Soy Leyenda. Ya sea con una personalidad real o ficticia, al ser humano le urge convivir con una otredad cuando está solo, casi tanto como le urge respirar cuando se ahoga.

Sin embargo, hay quienes han logrado sobreponerse a la fiera, al terror y a la oscuridad; quienes han mirado a la profundidad del abismo y escalado del fondo del hoyo. Ellos han encontrado en el viaje un foco de iluminación y autodescubrimiento sin igual... podría decirse que cuando perdieron a todos, se encontraron a sí mismos.

La razón de esto, o al menos eso quiero creer, es porque uno realmente nunca puede estar solo, siempre se tendrá la compañía de sí mismo. Personalmente, esto me parece el fundamento por el cual la gente rehuye de estar sola, por el miedo a conocerse, descubrirse, a darse cuenta de que, tal vez, y solo tal vez, no son tan buena compañía después de todo.

Muchas personas empezaron su "aislamiento social" o "cuarentena" a mediados de marzo, pero, ¿la mía?, la mía comenzó el 10 de enero, el día que llegué a Monterrey. Decidí cursar el último semestre de la carrera en otra universidad, dejar atrás a todas mis amistades y familiares en mi ciudad natal, aventurarme a lo desconocido... a la soledad.

Lejos de todos y lejos de casa los días pasaron, conocí a nuevas personas, hice amistades, me sentí acogido por la gente... la Sultana del Norte me había hecho suyo. Cambié al Cerro del Tepeyac, por el Cerro de la Silla, al metro por los camiones y a las tortas de tamal por la carne asada; pero también mi cara de mamón, mi acento, mis lentes, mi manera de tratar a la gente y de llevarme por la vida.

Al principio pensé que Monterrey me había cambiado, pero no era así, no habían sido los paisajes, la gente, la comida, las salidas, ni las calles. Poco tiempo después descubrí que fue la soledad, fueron las oscuras noches cuando extrañaba a todos, las tardes inagotables cuando no encontraba nada qué hacer y nadie con quién estar, las horas que pasé con la mirada perdida en el techo y me preguntaba ¿qué hago aquí?, ¿por qué me vine a recluir así lejos de todo?

 Cuarentena, Boligrafo/papel marquilla, Anahid Hernández


Días después de esa gran revelación por fin llegó el COVID-19, la gran amenaza de oriente había pisado tierras aztecas, al igual que cientos de conquistadores extranjeros han hecho a lo largo de la historia mexicana. La profecía se había hecho realidad y la pandemia se mostraba con su primer infectado, como si fuera una especie de emisario para anunciar el inicio de una guerra.

No pasaba momento en que las imágenes de otros países del mundo no retumbaran en mi mente: el silencio de las calles, la ausencia de la gente. Las ciudades que nunca dormían estaban inconscientes, las luces de París se apagaron, los canales de Venecia dejaron de cantar, las fábricas chinas no produjeron más, las calles españolas ya no bailaban flamenco.

Todos los días me preguntaba: ¿cuándo llegará el día en que las plazas mexicanas dejen de cantar mariachi? Poco a poco, la fiesta mexicana empezó a terminar, el número de infectados crecía cada día, se cancelaron eventos, se cerraron escuelas, y, de pronto, todos estábamos confinados en nuestros hogares... en soledad.

¿Y qué pasó? Nos encerramos en nuestras casas, esas a donde llegamos todos los días cansados del trabajo o de la escuela. Son ellas quienes han acumulado polvo y recuerdos durante años, quienes saben todo de nosotros y, sin embargo, a las cuales somos incapaces de describir o reconocer, porque, a pesar de verlas diario, jamás las observamos.

De pronto empezamos a encontrar cosas: ese videojuego arrumbado, ese libro a medio leer, esas fotos tiradas en el piso o esos boletos de aquella salida especial. ¿Después?... empezamos a encontrar gente: ese hermano al cual no le habíamos preguntado por su día, esa madre o ese padre a quienes no habíamos visto desde quién sabe cuándo, porque llegábamos después de su cita con el sueño y ellos se iban antes de la nuestra con el despertar.

El problema llegó cuando la gente se empezó se encontrar a sí misma, cuando sus momentos de soledad llegaron y tuvieron que hacerse frente como nunca antes. Las ansiedades, depresiones y miedos regresaron, los defectos propios y las inseguridades fueron evidentes y, repentinamente, todos estaban en su odisea personal en ese sendero, oscuro y maldito, llamado soledad.

Algo curioso pasó entonces, de la misma forma que en mi soledad convertí a Monterrey en mi hogar, las personas convirtieron esas casas en hogares. De la misma manera en que yo lo hice, las personas se buscaron por WhatsApp, Facebook, Skype, armaron las fiestas en línea y las citas a distancia; se contestaron los mensajes pendientes y se hicieron nuevos amigos.

Fue ahí, cuando nos encerramos y los mexicanos emprendimos el camino de la soledad... cuando la gran fiesta mexicana se acabó en las calles... fue ese momento cuando empezamos el after en nuestro hogar y el mariachi se volvió a oír, porque cantando alegramos nuestros corazones.

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