Cuando se acaba el mundo pero no el tiempo
Por Caronte Cervantes
Por vez primera he logrado comprender lo absurda que sería nuestra vida si el tiempo desapareciera. En esta cuarentena posiblemente todos podríamos ser Lewis Carrol y escribir distintas versiones de Alicia en el país de las maravillas.
En mis conversaciones pseudointelectuales de pedas, en aquellas donde el tema propuesto para platicar era aburrido, mi as bajo la manga siempre fue tripear a las personas hablándoles de la necesidad que el humano tuvo de crear una forma de medir el tiempo para no enloquecer o para comprender el mundo, o ambas.
Me jacté ante distintos conversadores de saber que el humano necesita reconocer a través del lenguaje. El lenguaje nombra, lo que se nombra existe. Las horas, minutos y segundos sirven para comprender nuestra estancia en la Tierra. Hacemos que el tiempo, tal y como lo conocemos, exista al nombrarlo. Sin este, entonces ¿cómo sería posible comprender y aprender del mundo si no podemos comprendernos a nosotros mismos? El humano es efímero, muere rápido. Sin la comprensión del tiempo y cómo lo percibimos físicamente, cómo comprenderíamos que nuestra estancia aquí es efímera y, por lo tanto, insignificante.
Es sencillo conversar sobre la teoría cuando te salvaguardas en tu imaginación. Teniendo la certeza de que en el momento en que la conversación termine, todo volverá a la normalidad siempre y cuando no te claves con un tema. Lamentablemente, en esta cuarentena no es así.
Las primeras noticias sobre la cancelación de las clases en la universidad fue un alivio; así ya solo tendría que ocuparme de asistir al servicio social y estar fuera de casa seis horas diarias. Era un alivio dar un respiro a mi tema de tesis para comprender qué quiero hacer. Después, dieron la noticia de que el servicio social quedaba cancelado también. Se me terminaron las excusas para salir.
Desde el inicio de la cuarentena solo he salido tres veces. La primera fue a un centro de atención al cliente de Telcel porque portaron mi número a esa compañía y debía ir a recoger mi chip. La segunda, fui a visitar a mi abuela enferma de cáncer, muy querida y muy abandonada por su familia. La tercera, me encontré de nuevo en el centro de atención al cliente de Telcel porque la llamada que dijeron me harían, después de una semana, nunca llegó, así que tuve que ir de nuevo.
Salvo en esas visitas no he tenido que preocuparme por si quiera cambiar de ropa. No he salido de las mismas dos camisas de Joy Division que visto y solo distingo una de otra por su tono de negro. El hambre tampoco mide mis días. No he visto más luz que la de las pantallas de la tele, mi celular estrellado o la laptop, o los rayos de sol que se cuelan entre los hilos de las cortinas oscuras con las que pretendo ocultarlos. Medio mes sin preocuparme del tiempo y es más que suficiente para perder la noción de este.
Comienza a aterrarme que este loop de días sin consciencia no termine. Que mientras el pánico recorre las mentes, escondido detrás de gel antibacterial y rollos en cantidades extravagantemente grotescas, no seamos capaces de comprender después que el verdadero terror está en el tiempo y no en una enfermedad.
Antes dije que todos podríamos ser Lewis Carrol, pero me retracto. La imaginación que este hombre tuvo sobre la importancia del tiempo decidió plasmarla sobre Alicia para no experimentarla. Ahora, somos nosotros quienes debemos vivir el absurdo y darnos cuenta qué hacemos para medir nuestra vida.
Por ejemplo, mis inacciones, las mismas que me han hecho reconocer el papel del tiempo en la realidad, me han gritado a la cara verdades que no quiero repetir. Pero si, al igual que Carrol, pudiera plasmarlas en Alicia, ella sufriría de ansiedad y el mundo de las maravillas se parecería mucho a un anexo doble a.