Cómo escuchar que el tiempo se detuvo

13.07.2020

    Fotografía de Brenda Guardado 


Por Andrea Luna


La llegada de un auto viejo a la colonia y el inminente divorcio de mi hermana mayor, fue presagio de que algo estaba por detenerse. El molesto ruido del motor, aunado a los gritos del hombre que se dice mi vecino, consumieron la tranquilidad de una de las pocas noches habituales que me quedaban. Mi hermana llegó minutos después, con algunas maletas cargando, dos niños y lágrimas en los ojos.

Intenté relajar el ambiente, encendiendo el televisor. Aún recuerdo haber puesto en vídeo un top de sucesos con el título de "virus letal" que estaba aconteciendo en un lugar -hasta entonces- ajeno al mío.

Comencé a preocuparme por la pandemia en días posteriores, aunque la esperanza de pasar inadvertidos ante la enfermedad creciente, me era viable.

Los altos índices de violencia en el país, pobreza e injusticias, fungían en la mente como una serie de acontecimientos a los que no debía sumarse una desgracia más. Eso sin contar las dificultades familiares que seguían en puerta.

Estaba equivocada. COVID e incertidumbre se colaron por todos los rincones. En un mundo lleno de preguntas con pocas respuestas, todos deseábamos la culminación de un mal sueño. Pero no fue así.

Meses después, sigo sentada frente al monitor de la vieja computadora de escritorio, preguntándome si el trabajo realizado será retribuido a tiempo y así, sobrellevar los gastos.

Termino la faena pendiente. Ensimismada, me sorprendo tarareando una canción de la que hace unos momentos, días o semanas -ya no importa- ignoraba la melodía; tal vez, en un intento de ocultar las preocupaciones.

El desvío ininterrumpido de pensamientos, me hace recordar haber tenido control sobre el tiempo, con solo doblar el brazo izquierdo y mirar de reojo los números grabados en la circunferencia blanca. Dicha hazaña constituía la seguridad de seguir en existencia.

Con el ajetreo rondándome, prefería mantener sujeto a mi muñeca el objeto de finas manecillas con extensibles metálicos.

Ahora que los días se desdibujan en confinamiento, el reloj yace postrado en la mesita de noche, como parte del rompecabezas que hay en la superficie.

Me resulta inevitable no escuchar el segundero por la madrugada. Una vez que el miedo se apodera de la habitación y las ojeras comienzan a crecer como surcos en el rostro, el tic tac se clava lentamente hasta las entrañas.

Observarlo al amanecer, es recordatorio de que algo importante estuvo ahí, aunque ahora se desvanezca entre los dedos.

La paradoja de Schrödinger se presenta más aterradora ante los acontecimientos recientes. Inclinarse hacia alguna de las opciones, con el felino dentro, es similar a deambular en el limbo terrenal, donde el tiempo no se percibe en términos conocidos.

Existo pero no existo. El flujo de ideas se estanca en la frase que destaco en voz alta.

Nunca fui, no soy, no seré. Desconozco el dictamen que antes ofrecía ante mí, multiplicidad de opciones. Buenas o malas.

Creía saber el funcionamiento de quedarnos en un solo sitio, de salir con precaución al trabajo o alejarse, sin saber lo que implicaba realmente. La clepsidra se desestabilizó y nosotros con ella.

En ocasiones, soy recolectora de la rutina, que apilo sin filtros. La vivencia de la "nueva normalidad" propicia agujeros, de los cuales, entendemos nada, y yo, me mantengo días seguidos sin dormir, gracias al segundero que late incansable.

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