Adiós. Esta fue la última palabra que nos dijimos entre amigos...
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Fotografía de Guadalupe Carrillo Villegas, Salida equivocada,
Sistema Colectivo Metro, #QuédateEnCasa, Contingencia Sanitaria
Covid-19, Metro Pino Suárez, CDMX, abril 2020
Por Miralda Pedreza Cantú
Adiós. Esa fue la última palabra que nos dijimos entre amigos, un domingo de marzo en donde pudimos disfrutar de un café, un pastel y una plática amena entre nosotros. No sabía hasta qué punto se agravarían las cosas. Me duele la ausencia de mis amigos, mis clases, la vida misma que se esfuma entre estas cuatro paredes que me asfixian entre recuerdos. Lo único que me mantiene en pie es la escritura. Con esta cuarentena tengo la oportunidad de ponerme al tanto con mi poesía y plagarme de todos los textos posibles. Sin embargo, cada día la depresión, la ansiedad, los recuerdos turbios que embriagan la noche, y me desmembran en esta ausencia tacita me queman.
He desarrollado un anhelo ardiente ante el cigarro, de vez en cuando tenía la posibilidad de fumar en el atardecer en las bancas de mi facultad ante un silencio migrante de mi boca. Me gustaba degustar ese verbo paladeando su pecado en el humo, ahora el cigarro me invoca y me mutila con su brillo ceniciento que se desvanece. Entre mis manos puedo trazar este futuro que se escribe peregrino.
Esta pandemia me está matando, nunca imaginé que un virus podría exhumar mis sueños, podría limitar mis ambiciones y alejarme de mis seres amados. La última vez que fui al supermercado, pude visualizar los estantes vacíos, recorría con mi madre los pasillos con un temor al mínimo roce. Recuerdo que un hombre visualizó el estante del azúcar vacío y le señalé brevemente que se encontraba más azúcar en una bolsa. Mi madre se enojó y me dijo que no me acercara a nadie. Esta pandemia solo refleja nuestros más profundos miedos, nos matará con nuestra falta de ética y el tuétano del temor.
El otro día, el fin del mundo se congregaba en la cocina, mientras que mis padres cocinaban hot cakes hablaban de cómo esta pandemia nos matará. Después mi hermana disputaba que el final llegaría como un medio natural; tal vez el calentamiento global, la contaminación del aire o la falta de agua nos alcanzaría primero. Las voces se acrecentaban al saborear el miedo, fusilaban las paredes hasta disolver sus cenizas entre la sala, mi hot cake perdía su dulce sabor y se volvía salado y áspero, se disolvía en mi boca como final menguando. Observaba a mi abuela del otro lado, siempre sentada y atenta ante el televisor, ella miraba la misa, rezaba ante una voz estática que curtía ese momento, se limitaba a deleitarse ante su Dios perdido en la estratosfera de la contingencia.
Ella tenía entre su regazo a mi sobrina, la acariciaba como una gema arcana, como si su juventud y belleza se pudieran conservar en el recoveco de sus manos. Me deleitaba con la imagen de la bebé durmiendo en sus piernas. Mi Alondra amada: detesto el hecho de que te tocase crecer en el epicentro de una pandemia, que tu mundo se limite entre paredes, televisores y el miedo cocinándose en la cacerola, aborrezco que miremos entre asco y temor a la gente, que me tenga que aguantar estas ganas de comerte a besos y caricias para evitar cualquier infección posible. Tú duermes entre mis brazos, sueñas con las caricias de tu madre y los besos de tu padre, cocinas mis palabras en tus labios, ríes entre tu ignorancia y lloras en tu hambre, ojalá todos pensáramos como tú.
Esta pandemia se acrecienta en mí desde hace meses, tengo vacío los estantes del corazón, tiemblan mis vísceras, la tos seca de la melancolía se acrecienta mientras hierve mi frente ante las memorias que se dispersan en mi carne infectada. Cada noche no puedo dejar de envidiar el amor que comparte mi hermana con su pareja, comparten a bocanadas su cariño, envidio como otras personas tienen el hórrido placer de tener en sus casas a sus mascotas, yo sigo persiguiendo la sombra de mi perro muerto, la que arde en el patio y mutila esta soledad carmesí.
Esta soledad que rasguña mi piel azul, que grita en la lujuria de mi sed y se escarnece en mi silencio. Me hace invocar mi recuerdo en aquella banca, en donde me limitaba a palpar el silencio y dibujar el diluvio de mi tristeza. Acariciaba a lo lejos la sonrisa de mi abuelo, mientras miraba su ataúd; mi hermana lloraba como Magdalena en el hombro de su amado, y yo sigo aquí en mi cama, en la misma banca fría y occisa que no tiene un hombro a quien llorar, solo un fantasma en el bolsillo y una pandemia que embriaga con el gemido de su melancolía.